Como mueren los otros
22/11/10
Por Silvana Melo
(APe).- Hay un límite preciso. Una frontera marcada con fuego. Del otro lado, viven y mueren los otros. Viven como se puede. Y mueren mucho, demasiado, los otros. Detrás de esa frontera, marcada con fuego, está el país otro. El que no disputa poder en los medios porque apenas araña los tobillos de la cartografía oficial. El que no discute porque no lo escuchan. El que muere todos los días bajo una suela más firme. Como hormigas bajo el zapato habitual. El que es invisible para los discursos de los que gobiernan y de los que pretenden gobernar. El que asoma apenas de vez en cuando y cuando asoma una piedra lo baja. Como al pájaro confiado e inocente, blanco fácil en la punta de la rama. Los otros siempre son blanco fácil. Siempre les aciertan: la piedra en la sien, la bala en el pecho, el veneno en la sangre, la lanza en el costado, el cáncer en la cabeza. En la cabeza. Allí donde se piensa, se analiza, se crea, se conspira, se sueñan las revoluciones.
Ezequiel era Ferreyra, como Mariano. Los dos vivieron y murieron del otro lado de la frontera marcada a fuego. Mariano tenía 23 y fue la bala en el pecho, el corazón puesto en rebeldía ahí, en los durmientes que despiertan al paso del más largo, el más cargado, el más injusto de los trenes. Ezequiel fue el veneno en la sangre, el monstruo que creció en su cabeza, la muerte más perversa. Más absurdamente muerte. Porque tenía seis años.
De noche el hospital es silencio, alguna queja perdida, respiraciones de motor. Ezequiel tenía la piel morena y una ternura en los rasgos que pudo con su esclavitud, con su martirio. A la una y treinta y cinco no dio más. Y se fue caminando a los tumbos, tranqueándole a la suerte, a sumarse a la legión de los ángeles olvidados, de los ángeles negritos y desclasados. Que son tantos que un día cualquiera van a tomar el cielo por asalto y la vida será otra. La muerte será otra. Confinada a los oscuros tramos del pasado.
Llegó desde Misiones. Sus papás lo traían de la mano, con el resto de los pibes. Había trabajo prometido en la avícola Nuestra Huella y hasta sonaba lindo el nombre, que los incluía en esa primera persona colectiva.
Pero la vida siempre trae trampas en los bolsillos cuando la viven los otros. La familia entera tuvo que hacerse cargo de un galpón con miles de gallinas. A él, con cinco años, le tocó recoger los huevos. Luchar con las moscas, el guano de las aves, manipular los agroquímicos, respirarlos, incorporarlos desde la piel, desde sus mucosas, desde su inocencia chiquita.
Cuando iba a la escuela se dormía. La maestra lo despertaba peinándolo con los dedos. Un día se desmayó y lo internaron de urgencia en una clínica de Pilar. Le descubrieron un tumor en el cerebro. Un monstruo que crecía en su cabecita alimentado de veneno, excremento y mosquerío. “La empresa prohibió terminantemente a los padres hablar del tema con sus compañeros de trabajo. Y lo logró de modo muy simple: convenciendo a los padres que si algo le pasaba a Ezequiel ellos serían penalmente responsables y que incluso les quitarían la tenencia de sus otros hijos. Además, les ofrecieron a cambio de su silencio, la atención médica del niño y eventualmente una suma de dinero en caso que hubiera un desenlace fatal”, denuncia la asociación La Alameda.
Ezequiel murió de esclavitud, de sometimiento, de explotación de un pedacito de infancia frágil, desprevenida. Ezequiel tenía seis años. Para correr una pelota deshilachada en el baldío, para esconderse antes que contaran cien, para hacerse una casa con maderas y cartón en la cintura de un árbol, para pensarse superhéroe e inventarse una capa con un trapo de piso, para ser el hombre araña y escalar un álamo. No para morirse. Jamás para morirse.
La Asociación Civil La Alameda y el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) denunciaron a la avícola por “explotación infantil, reducción a servidumbre y trata de personas”.
Hace dos años una investigación filmó casos de explotación de niños en varias granjas de la zona de Zárate, Campana y Pilar. Donde decenas de familias son arrastradas con promesas fatuas, como a los padres de Ezequiel. Él mismo aparecía con un pulovercito verde, relatando cómo removía el guano de las gallinas y manejaba el veneno que entregaba la empresa. Todavía no estaba enfermo.
Testimonios y documentos presentados a la justicia. Que en su momento estallaron como un tibio escándalo que se apagó de inmediato como siempre se apagan las tragedias de los otros.
La muerte de Ezequiel podía evitarse. Tuvo de pronto la tenue visibilidad necesaria como para salvarlo. Nadie se arremangó el traje. Nadie puso una firma. Nadie lo rescató. A Ezequiel lo dejaron morir. La fatalidad lo había marcado con un hierro caliente e indeleble. Pero nadie movió un dedo para torcerla. Aunque todos saben de la ineficiencia frecuente de la fatalidad.
Ezequiel se murió y en su exequia humilde hubo dos coronas. Una de sus padres. Y otra de la empresa. Una hora después de que el último terrón se devoró su cuerpecito la justicia fue a exhumarlo.
La justicia.
La justa in-justicia que hay para los otros.
La que no lo salvó aunque podía.
La que tal vez abra los ojos y castigue, de una buena vez. Que sea el último, Ezequiel. Que no se vaya solito, caminando descalzo por las piedras filosas, muriéndose siempre, una, mil veces más en los niños invisibles y condenados que se caen del país. Olvidados. Otros.
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