lunes, 28 de junio de 2010

at. Diana MAFFÍA

violencia y lenguaje: de la palabra del amo a la toma de la palabra

Ponencia presentada en el día de hoy en el Encuentro Internacional sobre Violencia de Género, organizado por el Ministerio Público de la Defensa y el Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina (10 y 11 de junio de 2010 – Facultad de Derecho – UBA).
Quisiera comenzar esta ponencia con una anécdota. A comienzos del año pasado hubo un breve conflicto en la Cámara de Diputados de la Nación. Mientras hablaba la diputada Patricia Bullrich se escuchó: “¡Callate atorranta, no vuelvas a meterte con Córdoba porque te vamos a hacer cagar!”. Fue la frase del oficialista-compañero-diputado Montoya (mezcla de Montoto y Magoya, fue mi regla mnemotécnica para recordar al ignoto diputado) que se hizo notar de la peor manera, acercándose a amenazar en voz baja a la diputada en medio de la sesión por el adelantamiento de las elecciones nacionales.En su inmediata defensa reaccionó la diputada Fernanda Gil Lozano, denunciando el insulto y la amenaza, y pidiendo que la frase se repitiera en el micrófono. El agresor, prepotente en privado y cauteloso en público, aclaró que “sólo le había dicho atorranta a la diputada”. Una semana antes se había votado, en ese mismo recinto, la “Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los Ámbitos en que Desarrollen sus Relaciones Interpersonales”. Entre esos ámbitos se encuentra, es de esperar, la propia Cámara de Diputados de la Nación. La ley (cuya reglamentación todavía no se ha publicado) contempla entre las formas de violencia sancionables la violencia simbólica.
El lenguaje puede resultar violento y discriminatorio de muchas maneras, unas obvias (como el insulto) y otras menos obvias (como el genérico masculino que nos deja fuera del lenguaje). Pero todas merecen una reflexión feminista para ejercer un efecto político sobre el lenguaje. Una política feminista sobre el lenguaje es la que incide en las relaciones de poder, la que explicita nuestra presencia en el discurso en primera persona, la que revela las trampas del lenguaje que nos enajenan de la igualdad y la justicia al transformar la igualdad en identidad y la diferencia en desigualdad.
Entre las muchas estrategias de análisis feminista sobre el lenguaje, una tiene que ver con el “test de cambio de sexo”, es decir con la diferencia de significados que adoptan las palabras cuando son aplicadas en femenino o en masculino. “Atorranta” es una de esas palabras. Aunque diccionarios eruditos como el Diccionario de Uso del Español de María Moliner presenten indistintamente el argentinismo “atorrante/a: Vagabundo, holgazán, sinvergüenza”, y el propio Diccionario del Habla de los Argentinos de la Academia Argentina de Letras ignore estas diferencias sexistas del uso del lenguaje cuando define “atorrrante-ta: desfachatado, desvergonzado”, y sólo agregue luego como forma coloquial “mujer de vida fácil” (lo cual, obviamente, no se aplica a la forma masculina), se trata de uno de los tantos vocablos en los que su versión femenina remite, inequívocamente, a la disponibilidad sexual y a la prostitución: “zorro/zorra”, “ligero/ligera”, y -viene a cuento destacar- el mucho más pertinente “hombre público/mujer pública”.
Las recopilaciones provenientes del lunfardo o del uso vulgar de la lengua tienen mucho más claras estas diferencias. Así, en el Diccionario de Voces Lunfardas y Vulgares de Fernando Casullo, “atorranta” es definida directamente como “ramera”, mientras se le da a “atorrante” el significado de “Vagabundo, haragán, persona que vive sin ocupación, que vive mendigando”. Señala que esta voz singular sólo se usa en Argentina, es desconocida para todo el resto de hablantes del español.
En su indispensable compilación Las Palabras tienen Sexo, las periodistas Sandra Chaher y Sonia Santoro enfocan la complejidad de utilizar una herramienta tan cargada de ideología patriarcal como el lenguaje, y las estrategias para escapar de las trampas que a veces impone el oficio. Deconstruyen con paciencia piezas tomadas de diversos medios de comunicación masiva para desmontar sus presupuestos y desalojar los polizones ideológicos que se cuelan en los estereotipos comunicativos.
Las palabras tienen sexo, efectivamente, y ese sexo a veces es violento. Por eso es notable la minimización que los propios diputados y diputadas hicieron del episodio del insulto, una semana después de votar regulaciones contra toda forma de Violencia. Sobre todo considerando que la ley mencionada tiene entre sus objetivos la remoción de aquellos patrones socioculturales que promueven y sostienen la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres; y suma entre las diversas formas de violencia a combatir, la psicológica y la simbólica.
Muchas cartas de lectores suscitó el exabrupto del legislador y la concepción de “atorranta”, pero ninguna hizo pie en la diferencia de llamar así a una mujer. Una atorranta es una puta, lisa y llanamente. Dicho sea de paso, “puta” es otro de los sentidos de la expresión “mujer pública”. Junto con el llamado a silencio a Patricia Bullrich, que estaba contrariando la voluntad política del diputado cordobés, hay una advertencia a todas las mujeres públicas que nos atrevemos a tomar la palabra.
Pero no se trata sólo de ingresar al lenguaje, sino de efectuar un giro copernicano sobre él. Pasar de ser dichas por el lenguaje del amo, a decirnos nosotras mismas en nuestros propios términos. De la héterodesignación a la autodesignación. Y esto implica una subversión semiótica, desnaturalizar la gramática, saltar el cerco de la sintaxis, romper el espejo que dice que el lenguaje refleja la naturaleza, para advertir que en todo lenguaje hay un sujeto que enuncia, y que ese sujeto tiene género. Un género que también se construye performativamente con el lenguaje, cuando asignamos identidades y sobre todo cuando ponemos jerarquía a esas identidades, cuando no las incluimos o no las reconocemos en un plural que nos integre, cuando las consideramos “anormales” o “abyectas” de acuerdo con una norma que se pretende natural y es profundamente ideológica como puede advertirse en el actual debate sobre matrimonio homosexual.
Aunque parezca mentira, un diputado nos dice “¿cómo van a casarse dos hombres, si la palabra “matrimonio” tiene su raíz en “madre”?”. Pero ¿acaso pretenderán que una pareja entre varones se llame “patrimonio”? El debate sobre el matrimonio homosexual muestra que hay dos batallas simultáneas: la batalla por los derechos y la batalla por los significados. Y hablamos de batallas porque ambos territorios defienden violentamente sus fronteras. Ya resulta grosero negar los derechos, pero todavía se construye una trinchera alrededor de una palabra que pretende ser un sacramento y no un contrato, sólo cuando en el debate democrático el contrato se niega a reconocer los limites dogmáticos del sacramento.
Frente a esto, la subversión semiótica consiste en una apropiación de la autodesignación. La colectiva feminista “lesmadres” inventa el término “comaternidad” para hablar del vínculo con sus hijxs. Al presentar recientemente su cuadernillo Nuestras familias y sus leyes: situación y resguardos legales” señala “Las familias compuestas por lesbianas en pareja y sus hijos/as y la comaternidad no tienen reconocimiento legal. No existe correlato legal de los vínculos de ambas madres entre sí ni, más importante aún, de las hijas y/o los hijos con su madre no biológica. Esto implica un gran número de inconvenientes legales y simbólicos que acarrean consecuencias concretas en la realidad que vivimos diariamente. En suma, nuestras familias viven en una situación de discriminación y desigualdad de oportunidades.”
La palabra “familia”, categoría en la que se ingresa sólo si previamente hemos sido admitidxs bajo la referencia de la palabra “matrimonio”, es parte del territorio negado a quienes con su erotismo y en sus identidades revelan que tal vez los sexos no son sólo dos, que tal vez no a todo cuerpo de macho le corresponde un género masculino y no a todo cuerpo de hembra uno femenino, que tal vez la orientación sexual no es sólo heterosexual, que tal vez el único fin de la sexualidad no es la procreación, que por tanto es posible que la única práctica sexual no sea el coito vaginal, y que finalmente hasta es posible (¡que la tierra nos trague!) que la familia no sea una unidad natural.
La propia denominación de la violencia cayó en el territorio de disputa de poder. En 2004, la Real Academia Española (a la que yo llamo cariñosamente “el tribunal de la inquisición de la lengua”) en un célebre debate que no acaba y que atravesó todas las fronteras hispanohablantes, obligó a cambiar en una ley española la expresión “violencia de género” por “violencia doméstica”. Es bueno entonces reflexionar sobre los muchos modos de designación de la violencia, para ver qué iluminan y qué dejan en la sombra.
En la expresión Violencia contra la mujer se hace visible la víctima, pero no quién es el sistemático victimario ni cuáles son los ámbitos y vínculos habituales de la violencia. En la expresión Violencia doméstica sólo se ilumina el ámbito, que dicho sea de paso es privado y no público, pero no la víctima, el victimario y la razones de la violencia. En la expresión Violencia familiar se hace visible el vínculo pero no las relaciones de poder dentro de la estructura familiar que hace que las mujeres sean el 90% de las víctimas de violencia. Cuando hablamos de Violencia de género iluminamos las estructuras simbólicas que justifican y naturalizan la violencia; y cuando hablamos de Violencia sexista hacemos eje en las relaciones de poder entre los sexos y el sistemático disciplinamiento de un sexo sobre otro.
Un concepto legal interesante, porque incide en la justificación de la violencia por parte de la misma justicia, es el de “infidelidad”. Durante décadas, la infidelidad femenina consistió en tener al menos una relación sexual fuera del matrimonio, mientras la masculina consistió en “mantener manceba” fuera del matrimonio. La infidelidad, así, no era una traición al otro miembro de la pareja, sino una traición a la función diferencial que varones y mujeres tenían dentro del matrimonio: en las mujeres, mantener la legitimidad de la progenie (que se ponía en riesgo con una relación sexual fuera de la pareja); en los varones, sostener económicamente el hogar (lo cual se traiciona no con las relaciones sexuales fuera de la pareja sino con la desviación del dinero).
Aunque hace ya muchos años que no está vigente esta diferencia en la consideración de la infidelidad, y contrariando toda consideración de las mujeres como sujeto de derecho y no como propiedad de un patriarca, hace un par de años el Juez de Sentencia José María Casas, redujo una condena por asesinato considerando como atenuante la infidelidad de la víctima. Según el relato del hecho el homicida Pedro Lezcano se tomó su tiempo para moler a golpes a su esposa. La llevó a un descampado, la torturó, la devolvió a su casa y la obligó a bañarse para borrar los rastros. Patricia murió cuatro días después. Para el juez, el conocimiento de la infidelidad de su mujer constituyó una “circunstancia extraordinaria de atenuación” que le permitió bajar la pena de prisión perpetua por homicidio calificado por el vínculo, a 12 años de prisión.
Ser o no ser llamada infiel, por lo tanto, puede ser la diferencia entre correr riesgos o que la justicia nos proteja, entre la sanción o la impunidad. El lenguaje es el techo que nos abriga o el silencioso empujón que nos deja a la intemperie, fuera de lo humano. Porque es precisamente el lenguaje lo específicamente humano, lo que distingue al hombre del autómata. El autómata sólo puede repetir lo previamente introducido en su memoria, el ser humano puede crear con un lenguaje finito, infinitos sentidos. En esta creatividad reside la diferencia y también la libertad humana. Por eso, controlar el lenguaje es controlar la producción de significados, los mundos posibles, nuestras intervenciones en la cultura y en la construcción de lo social.
Nos pasa a las mujeres y a otros grupos subalternos, aquello que George Orwell describió tan bien en su novela 1984: “-¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo crimen del pensamiento … Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño.”
Dominar el lenguaje es salir del dominnio del amo, dejar de ser dichas para decirnos. Como dice Marcela Lagarde en “El castellano, una lengua de caballeros”:
Saber decir y saber escuchar requiere mirar a las mujeres y escuchar sus voces que recuerdan a los cancerberos de la lengua que el castellano, a diferencia de otras lenguas, enuncia los géneros e indica si quien existe, nombra, crea, goza, trasciende, es mujer o es hombre; y además, permite saber el número que expresa colectividades genéricas: las mujeres, los hombres.
El hombre universal no es una construcción lingüística sino filosófica y política, con la que se subsume la categoría mujer en la categoría hombre, y se desaparecen todos sus contenidos de especificidad humana. Se construye en la historia, en las mitologías, las religiones, a través de las políticas de dominio y sus ideologías cotidianas. Los procesos que traicionan la pluralidad del castellano se nombran en esta lengua cultura patriarcal.
El feminismo ha trabajado diversas y creativas soluciones para evitar el sexismo en el lenguaje, pero a alguna gente le molesta incorporar estos dispositivos que deberían garantizar no solamente suprimir este sesgo sino muchos otros que subalternizan a través de la lengua: el racismo, la xenofobia, el clasismo, el sexismo y la misoginia. Hay por cierto una violencia también cuando rechazamos la naturalización de las jerarquías y los ocultamientos del lenguaje, hay una violencia cuando nos negamos a ser nombradas como el lenguaje nos nombra, pero recordemos entonces lo que decía Jean Paul Sartre en el Prefacio a Los condenados de la tierra de Franz Fanon: “no nos con­vertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros”
Ese “nosotros”, en el que Sartre y Fanon (tan revolucionarios ellos) se inscriben con naturalidad, no resulta natural para nosotras las mujeres. Y el nosotros y nosotras no resultan el natural albergue lingüístico para travestis, intersexuales y transgéneros que han propuesto la @, la X o el * (nosotr@s, nosotrxs, nosotr*s) para señalar una convivencia de lo masculino y lo femenino en un mismo cuerpo, una incognita sobre su definición, o incluso una esencial inestabilidad de los cuerpos y los géneros. Y es que el sexismo en el lenguaje también oculta la diversidad.
Estas breves pinceladas sobre un aspecto de la violencia quizás menos recorrido, intenta despertar una provocación pero también invitar a subvertir la lengua para apropiarnos de las palabras en nuestros propios términos. La toma del poder, como la toma de la palabra, se emprende como dice Teresa Meana Suárez , “Sabiendo que vemos el mundo a través del cañamazo formado por la lengua y motivadas por la certeza de que el lenguaje sexista, el que hemos aprendido, contribuye a la perpetuación del patriarcado.
Sabiendo también que cuando tengamos una lengua que nos represente cambiará la realidad. Por eso seguimos adelante. Y no dormimos más a las niñas con cuentos de hadas. Les decimos que las niñas buenas van al cielo y las malas van a todas partes. Y que colorín colorado, esta historia no ha acaba