domingo, 14 de febrero de 2010

at. APe- Agencia de Noticias" PELOTA DE TRAPO"

Arquetipos de perversidad

Por Claudia Rafael
(APe).- Hacia 1986, la Organización Mundial de la Salud definió al desempleo como una de las catástrofes epidemiológicas de la sociedad contemporánea. En verdad, el desempleo -ese fenómeno social definido como epidemia- es atravesado individualmente desde la angustia y la desesperación propias del desamparo y la vulnerabilidad.
En agosto de 2009, la presidenta lanzó lo que llamó un megaplan para resistir al avance de la crisis y frenar la caída en la generación de empleo. Cristina Fernández habló de “inequidad social” y de respeto a los “sectores más vulnerables”. Y una vez más, como tantas, a lo largo de la historia y de las décadas se volvió a decretar el QEPD para el clientelismo político asegurando la transparencia de un sistema de cooperativas que quedó reconcentrado en el conurbano bonaerense. Y no en cualquier año. En el año previo de trabajo a las elecciones presidenciales de 2011. Después de todo, el conurbano aglutina en sus entrañas los paradigmas más cruentos de la perversidad. Resume el arquetipo de la no-justicia y el modelo más macabro para simbolizar la brecha social. Pero además, combina las políticas más descaradas del sojuzgamiento en donde unas cuantas migajas esporádicas suelen ser el pago esclavizante para asegurar la perpetua fidelidad.
Ajenas a todos esos discursos y teorías, dos mujeres vigilaban por estos días la plaza La Foresta, en La Matanza. Ese es el rol que les asignaron en la cooperativa. Sesenta cooperativistas que están abocados a limpieza o a vigilancia de las plazas. En Rafael Castillo, otro grupo de cooperativistas pinta de blanco los cordones de la avenida Casares. Prioridades que no cambian la vida ni la dignidad azotada de los vulnerados que viven a escasos metros del lugar. Pintar los cordones cuando la barriada no tiene desagues, no tiene veredas ni calles asfaltadas. Y menos aún cordones. Ni siquiera suelen asomar a los planes sociales. Ciertas barriadas quedan ajenas a todo atisbo de institucionalidad. Ni siquiera llegan las partículas residuales de los favores del poder.
Leonardo P. es el nombre con que aparece el hombre en la crónica del diario La Nación. Dieciséis horas haciendo cola. Para nada, piensa seguramente pero continúa allí. Irse sería renunciar definitivamente a la utopía de lograr algún día tener qué llevar a casa para alimentar a los chicos y alguna vez, quien sabe, comprarles un juguete. Pero el suyo es un nombre más entre el de miles de desocupados que esperan que sus brazos se llenen de trabajo que les asegure un sueldo de 1500 pesos que “un referente” prometió. Leonardo P. igual que tantos otros leonardos que hacen interminables filas para saltar las fronteras que dividen tajantemente la desocupación de la ocupación, intuyen que es una promesa más. Que ya pasó demasiado tiempo desde que los punteros les esperanzaron el alma con ese sueño inalcanzable que significa trabajar, aquel día en que además se quedaron con los datos de la familia, con las fotocopias del documento, con la partida de nacimiento.
Javier Auyero plantea en “Clientelismo político, las caras ocultas” que cuando Graciela Fernández Meijide derrotó a Chiche Duhalde en 1997, los expertos aseguraban que “el fenómeno Graciela” se había llevado consigo “los resabios de la vieja política”. Y que, por ende, el aparato duhaldista había sido herido de muerte. Dos años más tarde, la victoria de la Alianza hizo que se vaticinara una vez más que las formas tradicionales de hacer política habían pasado a ser cosa del pasado. En 2001, el espejismo de la unidad entre cacerola y piquete convenció a muchos de que la vieja concepción política había sido enterrada para siempre.
Fatal engaño. Bastaría, para entenderlo, con remontarse a la clientela romana, que era el vínculo de personas de estatus desiguales que se basaba en el intercambio de favores. En su Diccionario de Política, Norberto Bobbio, Nicola Mateucci y Gianfranco Pasquino definen que “estas relaciones implicaban la presencia de individuos de rango elevado, patronus, propietario de la tierra y con influencia sobre las políticas centrales que ofrecían tierras y protección a uno o varios clientes, a cambio de su sumisión y obediencia”.
La extensa fila que atraviesa horas y horas al rayo del sol e interminables madrugadas frente a la Fundación Padre Mario, en González Catán, está atiborrada de esperanzas que se truncan ferozmente a cada rato. Que se quiebran en mil pedazos cuando el tiempo pasa y no aparecen respuestas. “La primera vez, me prometieron que iba a cobrar en enero, pero sigo sin tener noticias y me vine a inscribir de nuevo”, dijo A.S. al diario La Nación. “En enero dejé de recibir el plan Jefes y Jefas, y sólo cobré la asignación por un hijo, pero tengo cuatro”, relató para completar el rompecabezas de su historia.
Hablan de “comisiones” que exigen los punteros. De hartazgos que se nutren de una violencia estructural que suele ser el germen indispensable del sistema clientelar. Que tiene su caldo de cultivo perfecto en el trauma de origen social que representa el desempleo. En 1930, Sigmund Freud escribió en “El malestar de la cultura” que el trauma social genera “estupor inicial, paulatino embotamiento, anestesia afectiva, narcotización de la sensibilidad...abandono de toda expectativa...y alejamiento de los demás”.