domingo, 11 de abril de 2010

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jueves 8 de abril de 2010

Algunas reflexiones en torno a la ancianidad
Rubén Vasconi
He leído con sumo interés la publicación del Centro de Investigaciones en Derecho de la Ancianidad1 (Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario) y quedé gratamente sorprendido. Encuentro allí, claramente enunciados, una gran cantidad de derechos que creía que no existían.
Se nos dice (p. 10) que el anciano puede seguir “siendo un sujeto de derecho y con derechos”. ¿Cuáles son estos derechos? Fundándose casi siempre en declaraciones de organismos internacionales, encontramos la recomendación de que económica, política y social de sus sociedades…” También se habla allí de brindar “oportunidades de desarrollo y realización personal… incluso a una edad avanzada… mediante el acceso al aprendizaje durante toda la vida” lo que le permitirá “continuar siendo productivo y obtener ingresos (P. 39).
Esto va unido al derecho a la integridad física y moral (. 116) que comprende “el mantenimiento de todas las destrezas motoras, intelectuales y emocionales…”. (p.117). Estas ideas se van reiterando y reforzando a lo largo del libro. En las páginas siguientes se nos habla del derecho de las personas de edad al “crecimiento continuo”, a “la expresión personal por medio del arte y la artesanía”, a la participación “como ciudadanos informados, en el proceso político”, etc.
En este punto me siento un tanto confundido. Me parece que si los ancianos seguimos conservando todas nuestras destrezas motoras (jugamos al tenis tres veces por semana) intelectuales (estamos cursando un postgrado en una universidad extranjera) y emocionales (tenemos una nueva novia), si participamos activamente de la vida económica y política, si nos seguimos educando y continuamos creciendo, si seguimos produciendo y nos expresamos mediante el arte y la artesanía, ¿no será porque no somos ancianos?

Tengo la impresión de que en este libro que resume lo que en general hoy se piensa sobre este asunto, se otorgan a los ancianos una gran cantidad de derechos, pero que falta el fundamental: que todo anciano tiene el derecho de ser viejo.
Permítanme explicar lo que quiero decir apoyándome en un autor sensato y siempre moderado en sus opiniones: el viejo Aristóteles. Éste decía que cada ser tiene un bien propio, el que corresponde a su naturaleza. Esto es lo que este ser desea y cuando lo logra alcanza la felicidad.
Dado que la vaca es por naturaleza un animal herbívoro, desea el pasto. Como el león tiene naturaleza de carnívoro, desea la carne. El perro aspira a llevar una vida de perros y el pájaro no será feliz encerrado en una jaula aunque ésta sea de oro. Y si quisiéramos hablar aquí de justicia, podríamos decir que la justicia consiste en permitir que cada ser pueda alcanzar su bien propio, el que corresponde a su naturaleza.
Pero pasemos al mundo humano. Sin duda, son derechos del niño correr, jugar, gritar, divertirse, ensuciarse (“ensuciarse hace bien”, dice una propaganda televisiva, pero sólo refiriéndose a los niños). Este es el comportamiento que corresponde a su naturaleza infantil. Vestirlo como un hombrecito, forzarlo a guardar silencio y compostura es obligarlo a una conducta contraria a su naturaleza. Por eso causa tanta pena ver esas fotos antiguas de niños disfrazados de adultos que, con sus rostros serios, expresan el profundo sufrimiento que se les hace experimentar.
Cuando sean adultos, habrán caducado sus derechos infantiles pero aparecerán otros conforme a su nueva naturaleza: en lugar del triciclo ahora podrán manejar automóviles. Conforme a esta visión de la vida humana, cabría preguntarnos ¿Cuáles son los derechos de los viejos? Naturalmente, aquellos que correspondan a nuestra naturaleza ya que no somos más ni niños ni adultos.
A título de ejemplo, enumeremos al azar, algunos de estos derechos (después los retomaremos más ordenadamente).
A los viejos nos corresponde caminar encorvados y arrastrando los pies. Como todos somos un poco sordos, corresponde a nuestra naturaleza escuchar el televisor a todo volumen. Siendo incapaces de enriquecernos con nuevas experiencias, es natural que repitamos constantemente las mismas historias del pasado. La falta de dientes y las prótesis un poco flojas, tienen como consecuencia natural que la corbata y el pullover estén un poco babeados y chorreados de sopa.
Es preciso que enfrentemos decididamente el mito posmoderno de la “eterna juventud”. Esta fantasía de algunos gerontólogos de añadir “vida a los años” me parece que tiene consecuencias desastrosas. Vivo a media cuadra del parque Independencia y, como corresponde a nuestra edad solemos, mi señora y yo, sentarnos en un banco y tomar plácidamente algunos mates con bizcochitos. Allí vemos, cada tanto, aparecer algún viejito en pantalones cortos, trotando, para tratar de mantener la “eterna juventud”. En el rostro, desencajado por el dolor, se ve el sufrimiento que padece. ¿No es más acorde a nuestra naturaleza sentarnos en un banco y disfrutar mirando las ágiles adolescentes que pasan trotando?
Los que pretenden preocuparse por los viejos atentan contra nuestros derechos y contra el orden natural. Pretender que los viejos seamos jóvenes implica la misma injusticia que se cometía en el pasado con los niños a los que no se les permitía ser niños sino que se los forzaba a ser adultos.
Piensen, por ejemplo, en estos productos a los que el lenguaje popular llama comúnmente Viagra. Allí están nuestros hijos y nietos como testimonio de que hemos sido sensibles al encanto de las mujeres y hemos cumplido con Dios y la Patria contribuyendo a la propagación de la especie. ¿No es, ahora, un derecho poder ir tranquilamente a la cama a descansar, acompañados en invierno de una bolsita de agua caliente? Pero no se nos permite seguir el curso natural de las cosas. Leí, no hace mucho, en las frases destacadas que trae en la 2da. página el diario La Capital, la opinión de una Profesora de la Facultad de Medicina que decía: “la tercera edad es la época del erotismo”. ¡Vaya a saber lo que habrán pensado los viejitos que leyeron el diario! -Qué sé yo, si la Dra. lo dice …Me han comentado que un tecito de cola 'e quirquincho ayuda …
Los viejos medianamente inteligentes ya hemos sido niños y jóvenes y no deseamos volver a serlo. Lo que le pedimos a la medicina no son ilusorios rejuvenecedores sino eficaces analgésicos para el dolor de las articulaciones. Con eso sólo estaremos plenamente satisfechos.
Resumiendo: los viejos tenemos derecho a ser viejos. Pretender que seamos limpios, ágiles, curiosos, actualizados, es prohibirnos ser lo que somos, pretender que seamos jóvenes. Esto, lo repetimos por última vez, es tan injusto como prohibir a los niños que sean niños y obligarlos a ser adultos.
Estas consideraciones me llevaron a la idea de redactar, siguiendo el ejemplo del viejo Moisés, un Decálogo que consignara los derechos de los viejos. Desgraciadamente no llegué hasta diez, ya que la irrigación cerebral no me permitió un esfuerzo tan grande, de manera que como sólo alcancé a siete, tendremos que conformarnos con un Heptálogo. Lo primero que sostengo es que todo viejo tiene derecho a ser viejo. De este axioma indubitable e irrefutable porque se trata de una mera tautología, se deducen algunas consecuencias.
Por ejemplo, en segundo lugar, que todo viejo tiene derecho a caminar arrastrando los pies y tan encorvado como le de la gana y se sienta cómodo.
Siguiendo esta enumeración podríamos consignar, en tercer lugar, el derecho a contar, por lo menos siete veces por semana las peripecias vividas durante el servicio militar y las picardías de los festejos del día de la primavera. Los jóvenes tendrán, correlativamente, el deber de escucharlos con la mayor atención, pedirles más detalles o que repitan la historia y festejar ruidosamente todos los chistes.
Para aquellos jóvenes que viven en la casa que, dicho sea de paso en la mayor parte de los casos pertenece a los viejos, y que se sientan molestos por tener que escuchar reiteradamente las mismas historias, proponemos la siguiente solución.
En lugar de los tradicionales geriátricos, como depósito de los ancianos molestos, sugerimos la creación de otras instituciones para las cuales proponemos también un nombre griego. Dado que joven, muchacho, se dice en griego neanías, sería razonable fundar un número suficiente de neaniátricos, destinados a depositar estos jóvenes insoportables.
Será, en cuarto lugar, un derecho de los viejos, mantener el televisor en un nivel tan alto como para poder escuchar con comodidad, dado que hipoacusia es un característica natural de la edad avanzada Sólo que esta hipoacusia no debe ser considerada una enfermedad sino una mutación adaptativa darwiniana favorable que nos defiende a los viejos de tener que escuchar la inmensa cantidad de pavadas que dice la gente. Son, más bien los jóvenes hiperacúsicos que están desadaptados.
Enumeremos, en quinto lugar, el derecho a estar arrugados, ser cada vez más feos, tener el cabello escaso y canoso, pelos en las orejas y, con frecuencia, alguna gotita en el pantalón que revela la hiperplasia benigna de próstata, acompañante infaltable de la vejez. Todos estos rasgos se deben ostentar con verdadero orgullo ya que muestran que constituimos una especie realmente privilegiada. Hemos podido sortear con éxito los peligros de las enfermedades, de la delincuencia, de los accidentes de tránsito y de los espantosos gobiernos y temibles ministros de economía. Las canas y la hipertrofia de próstata deben ser lucidas como las medallas con que nos ha premiado la vida.
La búsqueda de la “eterna juventud”, tan promocionada en este mundo posmoderno y que incluye este horror senectutis (horror a la vejez) encubre un temor más profundo, el horror mortis, horror que trae como consecuencia la negación de la muerte, ya sea en la forma norteamericana en que, mediante la tanatopraxia, el muerto parece más vivo de lo que estaba antes de fallecer o mediante el estilo escandinavo; de la terapia intensiva al crematorio y la dispersión de las cenizas. Pero, esta negación y encubrimiento de la vejez y la muerte, esta sustitución de la realidad por la ilusión y el simulacro, ¿no será, en el fondo, una negación de la vida real, un horror vitae? Los viejos somos como carteles móviles que van anunciando a todos la inexorable inminencia de la decadencia y la muerte.
Podríamos, en sexto lugar, enumerar algunos derechos menores pero cuyo reconocimiento es importante para la vida doméstica. Pienso, por ejemplo, en el derecho a dejar abierta la canilla del lavamanos, de olvidarse de apretar el botón del inodoro o dejar la llave puesta en la puerta de calle o encendida la hornalla de la cocina.
Me limito a enumerar estos ejemplos a los que cada uno podrá agregar algunos más
según su experiencia personal.Y, cerrando este Heptálogo, no quiero dejar de enumerar el derecho de los viejos a ser poseedores de una sabiduría serena, distante, objetiva y descomprometida que sólo se va gestando cuando uno se va desprendiendo de los intereses mezquinos de la vida.
Vayamos concluyendo nuestra reflexión. Hemos hablado de los derechos de los niños, de los adultos y de los ancianos y, naturalmente pensamos que respetar estos derechos es un acto de verdadera justicia.

Pero mucho más elevado que la justicia y mucho más perfecto que ella es el amor.Y así como un corazón sensible no podrá dejar de experimentar, ante una criatura pequeña, un amor tierno que saluda la maravilla de la vida que nace, ese mismo corazón sensible no podrá menos que experimentar, ante un anciano, un amor lleno de piedad que venera la vida que se desvanece.
Y gozar de este amor piadoso es lo único que nosotros, los abuelos, realmente deseamos.