Novicias
Por Claudia Rafael
(APe).- Poco queda de esa nena de nueve años que dejó la escuela para empezar a barrer y lavar las miserias de otros con mansiones y patios de inmensidad. La sonrisa se le dibuja leve en la nostalgia y da un salto repentino a los treinta, cuando ya mujerona voluptuosa, negra azabache y de dientes luminosos, fue la última de la fila de 70 niñitos que esperaban que el sacerdote hiciera entrar en ella el cuerpo de Cristo. Tal vez como una señal difusa de lo que vendría apenas tres años más tarde. Aremi mujer, Aremi diosa de placeres, Aremi que ofrece vida para no morir vanamente en la esquina oscura y marginal, Aremi ya demasiado lejos de su tierra dominicana de calor eterno.
Aremi, Mairel, Virginia, Mara, Carolina, Andrea, Magalí. Mujeres que cruzaron la línea temprana de su niñez en un salto sin retorno. Carolina, con su adolescencia de plenitudes -decíamos hace una semana escasa- escapó el 1 de octubre último de un prostíbulo del centro bonaerense y a partir de su fuga la justicia armó allanamientos y búsqueda de hombres y mujeres de perversidades viejas sin rozarlos siquiera. Carolina, la misma a la que durante un año y medio llamaron Leonor porque le cambiaron su nombre y su edad en su documento en la capital paraguaya, ya pisa hoy de nuevo suelo guaraní. Carolina ya ajena a la tierna chiquilla que hacía tortitas de barro con esa tierra profundamente roja de su pueblo y se reía a borbotones. Las cicatrices ahogaron la risa para siempre.
Carolina volvió a su Paraguay como Mairel ya no pudo regresar a su Cotui, el pueblo del interior dominicano del que partió con sus niños aún niños y una promesa de futuros multiplicados entre sus manos. El domingo 24 de octubre pasado Mairel quedó hundida, desangrada, torturada para todos los días de la historia en una Olavarría fría y atravesada de cemento. La encontraron muerta y quemada en una casa en construcción de un barrio residencial. Tan ajena a su mar caribeño. Tan castigadora del arcoiris que era su cuerpo. Sus leves huesos en cruz meciéndose en suave luz, el tipo que la acaricia y ella novicia llorándose. Mairel Mora. Mairel morena. Mairel niña y mujer, con su cadenita y su cruz esperanzada siempre al cuello que la salvaría de todos los males aberrantes de la tierra pero la cruz era tan pequeña que no pudo contra la muerte.
Mairel víctima y victimizada que horroriza a los señores, los mismos señores que a escondidas pagan por su goce. Mairel entrampada en las redes que manipulan y trafican vidas. De a miles, de a millones. Mairel, Andrea, Magalí, Mara, Aremi, Virginia. Como una oración de otoños sobre sus pies el ir ofreciendo vida justo en la esquina temblando ausente su desnudez.
Días de sombras oscuras pueblan el cielo de esas niñas que huyeron para que sus propios cachorros pudieran tener sus habichuelas guisadas y su arroz graneado sobre la mesa de todos los días. Mujeres niñas que corrieron detrás de una vana oferta de aprendiz de peluquera o de niñera o tal vez de doméstica o camarera sin imaginar que saltaban sin red a las garras prostibularias.
Mucha muerte para tanta vida. Mucho dolor para una tierra arrasada. Aremi era la amiga de Mairel como también lo era Virginia. Ahora se saben fugitivas eternas porque aprendieron en sangre hermana que la condena pende sobre sus cuerpos porque son víctimas multiplicadas de un sistema perverso que usa y tira, que mata para imponer su poder, que teje redes que trafican y que va dejando otros nombres en el camino. Nombres como los de Magalí, Mara o Andrea que mucho antes tuvieron el mismo destino de su Mairel.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico estima que las ganancias anuales de la trata de personas ronda los 36 mil millones de dólares. El poder avala. Permite. Convive y atrapa ganancias. Mira hacia otro lado. Las vulnera una y mil veces. Y las transforma en el estandarte anónimo que casi nadie toma entre sus manos.
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