Cobayos 02/07/10
Por Claudia Rafael
(APe).- No hay límite alguno para la imaginación de los poderes económicos más rutilantes del planeta. Desde principios del siglo XIX en adelante, en que nació la compañía química y farmacéutica más antigua del mundo hasta la actualidad ha ido creciendo en poderío e influencia no sólo financiera sino inclusive sociopolítica. Cuando por estos días la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos rechazó la apelación de la Pfizer por el juicio que desde hace algunos años se lleva en su contra por usar pequeños cobayos humanos nigerianos nadie puede lanzar el grito sorprendido de horror. Han sido, después de todo, innumerables las pruebas de medicamentos en los países más periféricos y empobrecidos que, de salir mal, no generan estupor ni grandes reclamos.
En este caso puntual se trata de las pruebas que la multinacional hizo en 1996 con el antibiótico Trovan en 200 niños y niñas nigerianos: del grupo once fallecieron y otros muchos sufrieron ceguera, sordera o daños cerebrales.
El argumento de Pfizer: que las familias y el gobierno nigeriano habían sido informados de las pruebas.
La empresa, que niega todos los cargos, había apelado, señalando que la Justicia de Estados Unidos no era jurídicamente competente. Pero además Pfizer asegura -como gran argumento a su favor- que las familias y el gobierno nigeriano fueron informados sobre las pruebas.
Un detalle: el uso de Trovan está exclusivamente limitado en los Estados Unidos a casos de pacientes adultos en casos de extrema emergencia.
Pocas multinacionales en el mundo han puesto tanta atención como las de la industria farmacológica en los países más pobres del mundo. Y no precisamente por ese manto de piedad que alguno tal vez quiera erróneamente imaginar. Más bien, esos países y grandes franjas de sus poblaciones han sido sus cobayos. Conejillos de la India que, en caso de salir mal las pruebas, en caso de que la medicación tenga los famosos efectos colaterales a los que hombres como Bush y muchos de sus pares fueron particularmente aficionados durante cada una de sus guerras imperiales, no hacían mella a sus arcas millonarias.
La historia es vasta en ejemplos. Hacia 1997 el entonces presidente norteamericano Bill Clinton pidió disculpas oficiales a las víctimas del estudio de Tuskegee, un experimento realizado entre 1932 y 1972 sobre la población negra del Estado de Alabama desde los servicios públicos de salud. Se trataba de 400 enfermos de sífilis a los que no se les suministró ningún tratamiento en modo deliberado para investigar la progresión natural de las enfermedades venéreas. La mayor parte de esos cobayos humanos eran obreros agrícolas del sur, obviamente pobres y analfabetos. La promesa: que se les estaba curando en forma gratuita de sus problemas sanguíneos. ¿El pago? Comida y transporte gratuitos. ¿Los efectos? 28 murieron de sífilis, 100 de complicaciones derivadas de la enfermedad, las esposas de 40 de ellos, se contagiaron.
Clinton, eso sí, les pidió disculpas en nombre del Estado. Por lo tanto, cuenta saldada.
Hacia 2001, un laboratorio de Pennsylvania pidió al gobierno de Estados Unidos la autorización para utilizar a bebés latinoamericanos en el testeo de una nueva droga. El estudio dividiría a los niños -bolivianos, ecuatorianos, mexicanos y peruanos- en tres grupos: los que tomarían la medicación experimental del laboratorio; los que recibirían una droga ya probada y conocida y los que sólo serían tratados con placebos. En cada grupo habría 325 chicos.
América Latina, Africa, Asia e incluso los países pobres de Europa, como Bulgaria, han figurado entre las más claras preferencias de los experimentos “terapéuticos” que han implicado, levantar o bajar el pulgar a determinado medicamento o incluso ir mejorándolo según los resultados en los cuerpos de sus conejillos de la India. Malformaciones, muertes, contagios han sido los efectos indeseados pero ineludible para un primer mundo necesitado para su supervivencia de las enfermedades que demasiadas veces se promueven para engrosar las arcas de uno de los poderes más sólidos. Capaces de matar o de enfermar a las poblaciones concebidas como “excedente” en un planeta cada vez más inequitativo y más perverso.
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